martes, 29 de abril de 2008

Amor y Café

Hace un tiempo dejé de tomar café por las mañanas por miedo a hacerme dependiente de él; para que no me dieran dolores de cabeza si no me tomaba la dosis matutina de cafeína que el delicioso sabor del grano provee. Supongo que responde a mi eterno afán de controlarlo todo. Lo hice en el momento preciso, todavía no era consumidora habitual de café, aunque iba directamente a ello. No me costó trabajo y no lo echo de menos en las mañanas. Afortunadamente, no sé lo que es un dolor de cabeza por abstenerme al café.

A pesar de todo, me encanta. Me gusta, especialmente, su aroma; me recuerda a la tierra, a las mañanas frescas y ociosas en las que me puedo dar el lujo de prepararme una taza de café porque no he dormido lo suficiente o, simplemente, porque se me antoja su amargo resabio. Me gusta cómo, cuando se está colando, todo se impregna de su olor. Un olor cremoso y tropical, insistente pero no permanente. Me gusta lavar la cafetera italiana porque, por un momento, vuelve a oler a café.

Entonces me puse a pensar; ¿cómo escogí dejar el café? Fue una decisión repentina producto de la sensación de incomodidad que me produce la cafeína. En fin, lo dejé porque no me gusta cómo me siento al tomar café. Me da taquicardia y me paso el resto del día temblando. Al principio no sabía bien por qué me sucedía hasta que lo descubrí y tuve que desistir de dicho manjar. Aunque me costó varias mañanas de negación en las que pensaba que no me iba a afectar. Pero ¿cómo es posible que me encante algo que no tolero?

Recientemente tuve la misma situación en otro contexto y no pude evitar preguntarme si éste es mi modus operandi o si realmente estuvo justificada mi decisión. Después de relaciones largas uno tiene más claro qué es lo que quiere y espera de su posible media naranja. Te sientes completamente preparado para enfrentarte a los kilos y kilos de naranjas que hay por ahí. Entonces comienza el período de caza y recolección en el que no se puede evitar pescar unas cuantas frutas podridas.

Superados los distintos grados de fermentación que podrían tener los anteriores, encuentras una naranja reluciente, perfecta en el exterior y con unas visiones de futuro que complementan perfectamente el naranjo que quieres crecer. Empiezan a quedar y vas viendo que todo aparenta ir bien hasta que el naranjo se va viendo cada vez más claro y saludable a largo plazo pero, a corto plazo, no sabes cómo hacer para no exprimir antes de tiempo el jugo que sabes que en algún lugar está dañado.

Ahí comienza la obsesión por encontrarle el fallo. Todo es muy perfecto, pero estás siendo demasiado tolerante. No te gustan las bromas que hace constantemente pero las achacas a los nervios. No echas cuentas a los silencios extraños que comparten cuando no se han visto ni tres veces. Pero llega el día en que dice algo que hace que el resto de tus incomodidades cobren sentido y dejen de ser un afán paranoico de buscarle sistemáticamente el fallo a todo. De repente, agradeces a Descartes tu manera de pensar porque te ha dado el don de verlo todo más claro. Lo que pasa es que uno no se da cuenta de todo instantáneamente; primero, niegas que te afectó pero después te pasas las horas sacando cuentas y te enteras de que ya no estás cómoda, de que lo que era tan perfecto se acabó y de que la inyección placentera de cafeína que obtuviste en un principio ahora sólo te hace estar incómoda y temblorosa. Al fin, la falta de ilusión está justificada y te sientes mejor porque llegaste a pensar que eras una insensible y que, quizá nunca te recuperarías de los fracasos anteriores.

Pues no es así, lo que pensabas que era una cáscara dura y gruesa no es más que la expresión de incompatibilidad. La negación era sólo respuesta a que, racionalmente, querías que esa fuera tu media naranja. Pero el cuerpo sabe más que uno y si en un principio no está cómodo… no se debe esperar a estarlo en algún momento del futuro.

Señalar con exactitud las razones es muy difícil, sólo sé que no estaba cómoda y me sentía fuera de mí; casi como con el café. Algo que sabes que te gusta en el momento, pero no estás seguro cómo te sentará luego, más aún cuando en el fondo sabes que no te va sentar bien nunca.

Fue divertido tener ese subidón de azúcar y café, para variar con las naranjas podridas del pasado. Esta vez aprendí que no todo lo que brilla es oro y que, aunque se vea bien en papel, congeniar en lo cotidiano es fundamental, especialmente con lo maniática que puedo llegar a ser. Por eso fue complicado detener el camino de esta posible adicción, porque en el fondo no era una naranja podrida, en este caso posiblemente yo lo era, sino que era un buen grano de café que por una razón u otra me hacía temblar de incomodidad. Ante todo, todavía no sé si mi decisión está justificada o no pero, por ahora, me tendré que conformar con la versión descafeinada, tanto del café, como del amor.

Una foto vale más que mil palabras...