
Evidentemente controlar el silencio es más difícil que controlar el agua de una represa. Y yo fui lo suficientemente ingenua como para creer que se iba a quedar todo en silencio. Con el tiempo he aprendido, y a la mala, que no se tiene nada bajo control, al menos bajo el control que uno se cree. Para colmo de males, soy una cabezona y me dio por jugar con fuego. Sí, esas cosas que uno dice: "Noooo si es que cuando se me mete algo entre ceja y ceja..." Pues ya saben, no caigan en la trampa, probablemente es todo lo contrario de lo que deberían hacer.
Esa primera vez sí fue silenciosa, salí airosa y rejuvenecida. Para decir más, complacida. Sorprendida de lo silencioso, casi como si hubiese caído en el ojo del huracán desde arriba y que me recogieran antes de que la tormenta cambiara de coordenadas. Pero la reincidencia nunca es la misma cosa. Había tanto ruido en mi cabeza que casi no escuchaba mi entorno. Lo bueno: una vez experimentada la calma y el silencio, no es tan difícil emularlo. Al final sales bien. Pero debo reconocer que, como el que juega con fuego, al final me quemé.
Por años he sabido que soy una control freak. Eso es lo que me ha mantenido sin borracheras desastrosas o percances automovilísticos que envolvieran la pérdida de alguno de los sentidos. Pero es esa obsesión con mantener mis cinco sentidos la que me ha hecho perder el más importante: el sentido común. Mi padre siempre dice que es el menos común de los sentidos. Ahora, creo firmemente que es éste el que se encarga de mantenerlo todo bajo control y yo, la que lo quiere controlar todo, lo he estado ignorando hasta el punto que he sido "diagnosticada" por una de mis dos gurús con que tengo el radar roto. Claro, la otra lo ha confirmado.
¿Qué radar? se estarán preguntando. Pues ese que te da visión más allá de las hormonas, del pasado y del cariño. Ese que te permite verte como eres e identificar si ese del que te estás interesando te merece o, al menos, se merece que le dirijas la palabra. Siento como si llevara un tiempo en medio de un experimento en el cual alguien, por encima de mí, se estuviera entreteniendo en ver cómo la lío una y otra vez. Es cómo cuando un niño chico se regocija en ver una abeja agonizando hasta su muerte porque le han quitado el aguijón y las alas. En fin, como un pollo sin cabeza. Pues ya no más. Lo peor es que, aunque no lo quiera aceptar, el artífice de todo ello he sido yo. Oh sí, yo. Le he dado la espalda a mi conciencia y me he pasado demasiado tiempo dando batazos al aire. Repito, se acabó. Lo he visto y como no lo detenga caeré en el precipicio por haberme vendado los ojos con miles de cosas.
Ya no hay excusas, ni salidas de emergencia, ni historias... sólo quedo yo con un radar en reparaciones.Esa primera vez sí fue silenciosa, salí airosa y rejuvenecida. Para decir más, complacida. Sorprendida de lo silencioso, casi como si hubiese caído en el ojo del huracán desde arriba y que me recogieran antes de que la tormenta cambiara de coordenadas. Pero la reincidencia nunca es la misma cosa. Había tanto ruido en mi cabeza que casi no escuchaba mi entorno. Lo bueno: una vez experimentada la calma y el silencio, no es tan difícil emularlo. Al final sales bien. Pero debo reconocer que, como el que juega con fuego, al final me quemé.
Por años he sabido que soy una control freak. Eso es lo que me ha mantenido sin borracheras desastrosas o percances automovilísticos que envolvieran la pérdida de alguno de los sentidos. Pero es esa obsesión con mantener mis cinco sentidos la que me ha hecho perder el más importante: el sentido común. Mi padre siempre dice que es el menos común de los sentidos. Ahora, creo firmemente que es éste el que se encarga de mantenerlo todo bajo control y yo, la que lo quiere controlar todo, lo he estado ignorando hasta el punto que he sido "diagnosticada" por una de mis dos gurús con que tengo el radar roto. Claro, la otra lo ha confirmado.
¿Qué radar? se estarán preguntando. Pues ese que te da visión más allá de las hormonas, del pasado y del cariño. Ese que te permite verte como eres e identificar si ese del que te estás interesando te merece o, al menos, se merece que le dirijas la palabra. Siento como si llevara un tiempo en medio de un experimento en el cual alguien, por encima de mí, se estuviera entreteniendo en ver cómo la lío una y otra vez. Es cómo cuando un niño chico se regocija en ver una abeja agonizando hasta su muerte porque le han quitado el aguijón y las alas. En fin, como un pollo sin cabeza. Pues ya no más. Lo peor es que, aunque no lo quiera aceptar, el artífice de todo ello he sido yo. Oh sí, yo. Le he dado la espalda a mi conciencia y me he pasado demasiado tiempo dando batazos al aire. Repito, se acabó. Lo he visto y como no lo detenga caeré en el precipicio por haberme vendado los ojos con miles de cosas.