

Laura, una joven de 20 años, y su novio, Enrique, se fueron al centro a celebrar el cumpleaños de él con sus padres. Se fumaron los cigarrillos en la terraza, se bebieron sus copas antes de que el calor las aguara y se comieron su comida mientras aún estaba caliente. Luego de una cena deliciosa, regresaron a casa temprano porque los padres de Enrique salían de viaje el viernes de madrugada. Laura y Enrique se despidieron amorosamente mientras hacían planes para ir a la playa en el caluroso fin de semana de junio que inauguraba la temporada de huracanes. Los padres de Enrique se fueron a su viaje mientras los padres de Laura regresaban del extranjero. Ese domingo estuvieron toda la tarde sentados en la orilla hablando del porvenir.
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Esa misma noche estival, en el centro, un muchacho adolescente fue abaleado frente a un restaurante por dos individuos que lo persiguieron en motocicleta desde un barrio vecino. Los cigarrillos de los testigos se cayeron al suelo, las copas se quedaron solas en las mesas y la comida se enfriaba, mientras la gente salió a la calle; mientras los que paseaban por el centro se acercaron a ayudarle. Sus miradas frustradas vieron su sangre derramarse sobre los adoquines coloniales que tanto han visto. La policía llegó tarde y lo registraron… lo de siempre, dijeron. Al día siguiente el titular de un apunte noticioso en una página rebuscada del periódico decía que las estadísticas de muerte criminal aumentaron, con la suma del siniestro de la noche anterior, en comparación con las del año pasado.
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Los padres de Enrique se fueron temprano a su casa porque salían de viaje el viernes de madrugada. Enrique y Laura se quedaron en el centro para dar un paseo y encontrarse con otras amistades con quienes celebrarían el cumpleaños del joven. De la mano cruzaron hacia un bar y en la acera se detuvieron a hablar, a mirarse, a respirar… Me van a matar, gritaba un muchacho adolescente que se les acercó corriendo, tomó a Laura de la mano y se acuclilló detrás de ella… entre ella y la pared. Ella entre la bala y él. Herida de muerte, cayó. Los cigarrillos de los testigos se cayeron al suelo, las copas se quedaron solas en las mesas y la comida se enfriaba, mientras la gente salió a la calle; mientras los que paseaban por el centro se acercaron a ayudarla. Enrique, ayuda… fue lo último que dijo antes de perder el conocimiento. La policía llegó tarde y, conmovidos, maldijeron la guerra que se desataba en los barrios de la ciudad. Los padres de él no se fueron de viaje y los padres de ella regresaron antes porque su hija yacía inconsciente y desangrada en el hospital mientras la policía interrogaba al que, de cuclillas, la usó de escudo; mientras encontraban a los sicarios adolescentes que le drenaron el alma a Laura. Al día siguiente la calle estaba cerrada y seguían buscando respuestas… cientos de personas acudieron al hospital para esperar a los padres de Laura y acompañar a su hermanita y a Enrique. Cientos de padres se solidarizaron con los padres de Laura y cientos de jovencitas pensaron esa podía haber sido yo. Todos querían Justicia.
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¿Qué es Justicia en este mundo en el que vivimos? ¿Que Laura pueda hablar de futuros en la orilla de una playa o que el muchacho perdiese su vida y se convirtiera en un número más? ¿Somos nosotros quienes estamos en cuclillas entre la bala y la pared? Hoy me atrevo a pensar que podríamos tener un mundo donde nadie sea un número más. Que nos dejemos conmover hasta por la más mínima regularidad.
En memoria de Laura Rivera e inspirado por la historia de la partida de la joven Patricia Hernández
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