esas que pasan caprichosamente,
sin preguntarte si tienes prisa,
o si quieres que tarden el doble.
Las primaveras que recientemente
he aprendido a apreciar.
Los otoños que supuestamente han pasado,
aunque, gracias a Dios, sólo he sufrido tres.
Los veranos que para mí son eternos,
porque tengo sangre tropical.
Festivos inviernos que he esperado todo el año,
por los que vivo, por los que trabajo.
Veinticuatro que son...
que hacen doscientasochentaiocho lunas
que han gobernado mis emociones,
mis antojos, errores, lágrimas y alegrías.
Lunas cancerianas que llevan dentro
el trópico en el que nací, que lo tatúan aquí,
en mis octubres y febreros.
Que me persiguen y se cuelan
en mis letras y dolores.
Las hojas de ese libro que escribo con mi sangre,
hojas de palmeras, de coco y flor de alelí.
De trinitaria blanca con todo y sus espinas.
o de bugambilia rosa, que son las mismas.
Enredos de papel de pétalos...
de los que he tenido que aprender
a reconocer mis torpezas y terquedades,
a escoger mis batallas para evitar que éstas
me escojan a mí y se apoderen de mis sueños.
Los besos de fin de año
de los que sólo he gastado uno.
Esos que estoy guardando para el músico apropiado;
el que no es aburrido y siempre tiene algo que decir.
Ese que me enseña a mirar dedicatorias,
a controlar las mariposas en el vientre
y a detener el tiempo cuando aspira...
a respirar el humo de la nostalgia.
Ese inalcanzable poeta que me ha devuelto la palabra
que me apoya sin saberlo y es ejemplo sin quererlo.
Veinticuatro... donde el último ha sido
duro, solo, mal acompañado y maestro;
evidente espejo de mí misma
en el que me obligué a observar
quién soy y qué quiero,
cómo me caigo y dónde me levanto;
con quién vivo y por qué lloro.
Este último, que fue el primero.

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